II
Siempre busqué esa pequeña luz, ese momento de quietud en mi ser. Crees que
eres único, crees que naciste con un don especial, crees que el futuro te
sonreirá, pero luego llegan las sombras, y vas dándote cuenta que hay falsedad
por todos lados. Te han contado un buen cuento. Lo invisible se ríe de ti. Y
entonces, en la derrota, el orgullo te toma la posta, y cada día vives un poco
más para él. La buena ropa, la ostentación, la apariencia. Luchas. Vas a tu
primera guerra mundial. Y como tenía que ser, pierdes. Y ahí en las trincheras
de la vanidad, hay por supuesto millones de muertos, en el fondo no te interesarán
demasiado, no más que dos o tres, tus amigos. Y llega entonces algo de
distensión, ya tienes qué afeitarte, y vas por ahí recitando verdades con tu
rostro más fiero. Y sin embargo, todo es falsedad.
III
En esos días eres otro, y ya
ni piensas en tu primera derrota, pero sí en esa marca a tu orgullo, que crees
impregnada en tu frente, y que será motivo de tu mirar atrás paranoico. Bien
sabes que tu fiereza, es falsa fiereza. Usas el traje del orgullo, eres la
marioneta del gigante Invisible. Y como tenía que ser te ilusionas con el amor.
Mientras, eres ahora sí marcado de verdad. Eres carne que come carne. Un
súbdito del reino del número. Seguida de algunas escaramuzas, llega al fin la
hora de ser alguien. Estás oficialmente sumergido de cabo a rabo en las
cataratas del dolor, con edulcorante a veces, y sentirás entonces tu condición
de arrojado al mundo, perdido en el medio de la selva, podrás reír, bailar,
viajar, rezar, o multiplicar, pero una palabrita entrará bien dentro tuyo:
seguridad. Se presentará a ti de mil maneras, en minifalda de secretaria, como
un mensaje de texto, en una canción, dentro de un auto, debajo del puente.
Todas a la vez. Entonces la palabrita crecerá e irá matando cualquier
posibilidad de ver la luz, los tanques alemanes ingresando a París, y además tu
orgullo pisoteado.
IV
Una sola bandera ondeará en tu cielo turbio: el dinero. La segunda guerra mundial, te matará mil
veces. El cielo quedará completamente
negro, será la noche eterna, pero sin lunas ni estrellas. Tendrás que comprar
tu seguridad. Y te verás tan inseguro, en tu traje de trabajo, en tu fumar
apresurado, en tu sonrisa complaciente y en el amor que intentas imitar. La
noche le ha dado un tono de cementerio a tus ojos. Estás muerto. Y sin embargo
sigues caminando, ¿no es así? En este mundo de falsedad, no tendríamos por qué
sorprendernos. Sigues andando descalzo, el terreno es un completo lodazal,
restos humanos por doquier, y el inconfundible olor a sangre. Sigues andando.
Corriendo. Te has chamusqueado en los últimos ataques con las bombas-ángeles. Y
cae la bomba nuclear. Eres una cucaracha. Tienes piel de chancho, dices. Tus
palabras, todas, te suenan falsas, tu patético cinismo te enferma, pero sigues.
V
Entonces, un día, un millón de años después, tú, más viejo que el dolor en el
mundo, andas sin saber a dónde ni por qué, vas por un parque en la eterna noche
de soledad, distingues una banqueta alejada de todo, te acercas a ella, te
sientas, comprendiéndote al fin infinitamente exhausto de ti , contemplas la iluminación
triste, amarillenta a más no poder, está garuando, ves hacia lo alto de tu
poste cercano, y entre la luz y la lluvia ves una polilla peleando por llegar a
su sol amarillo, atravesando su propia tormenta. Aprendes entonces una nueva
palabrita: empatía. Tú y la polilla. Lloras. Lloras por el millón de años
pasados.
VI.
Próximo se escucha el mar y su profundidad. Sueñas que eres el
Minotauro, sueñas con máscaras. Una calidez en tu mejilla te hace despertar,
abres los ojos, Noé saliendo del arca, el sol te da en plena cara. Es el
amanecer. La resaca te tiene aún aturdido. Dejas la banqueta, caminas hacia el
mirador, contemplas la danza del sol, el caminar de las palomas-gallinas te
hace recordar el caminar de las señoras gordas. Ha amanecido, no lo puedes
creer. Vas hacia el kiosco, esperando,
no sabemos por qué, la gran noticia, que ha amanecido, le preguntas extasiado
al vendedor de periódicos sobre el tema. Él te cree verdaderamente loco. Lanzas
una risotada, caminas y caminas, unas lágrimas por ahí.
VII
Te acercas a un puesto
de comida ambulante, pides un caldo de gallina, la dueña tiene un televisor, ve
el noticiero, guerra, muerte, corrupción, farándula, dices nadie se ha dado
cuenta del amanecer. Pagas con
moneditas. Te alejas un poco contrariado, cuando caminando de nuevo por el
mirador, descubres a un perro negro con una mancha blanca en el contorno del
ojo derecho, cruza entre tus piernas, en su andar veloz recuerdas a tu padre, el perro se dirige al muro, limite del
mirador, levanta sus dos patas delanteras sobre este muro, mira al sol de la
mañana, y le ladra como diciéndole, aquí estoy, y no sé qué sería de ti sin mí.
Epifanía. Te emocionas, y corres hacia al perro, lo abrazas, a él y a sus
pulgas, él te lame y comparte contigo su olor a guardado. Sacas tu viejo
centavo de dólar, ese que tenías para la buena fortuna, y lo arrojas lo más
lejos que puedes, arrojas a Lincon al mar. Sabes que en el perro no hay falsedad, no hay
falsedad en su afecto.
VIII
El mundo es y será implacable. Regresas a casa con tu
nuevo amigo, te afeitarás y cambiarás esas ropas de dos semanas de vagabundeo,
tu familia y tus amigos te esperan. Tendrás
de seguro tu penitencia. Ya en casa cuidarás de tu perro, y buscarás un empleo,
las batallas serán diarias, pero serán distintas a las otras guerras absurdas,
revisarás tus apuntes y recordarás una frasecita de Bill Hicks, el comediante
norteamericano, lanzada hace miles de años, que La vida es sólo un paseo. Será
otro golpe al plexo, muy necesario, entonces, haciendo un gran esfuerzo de
empatía, escribirás este relato, y lo leerán, y lo leerán. Redención.